LAS PERAS DEL OLMO
Comenzó a cogerle gusto a la cosa literaria el día que cayó en la cuenta de que la higuera que su padre tenía de camino a la playa, aparecía cada verano en un punto distinto de la carretera y que, incluso, una vez, la higuera de su padre había dado naranjas.
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LA BUFANDA
LA BUFANDA
Ella
teje de día y por la noche, antes de irse a la cama, deshace todo el
trabajo hecho a lo largo de la jornada. No se llama Penélope, ni vive en
Ítaca ni lo de destejer es una argucia para evitar casarse con alguno
de los pretendientes que la acosan en ausencia de un tal Ulises. De
hecho, si tuviese algún pretendiente, algún amigo o hasta algún sobrino
lejano que la viniese a visitar de cuando en cuando, ya habría terminado
hace tiempo la bufanda.
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EL ESCAPARATE
Por
fin lo entiendo. Todo encaja: el terrible frío que siento, la curiosa
mirada de las personas con las que me he cruzado, el laberinto de calles
extrañas que no me llevan a donde ella me espera. ¡Qué cosas! Te paras
frente al escaparate de una tienda y, de repente, todo encaja. Ves
reflejado en el cristal a un viejo medio desnudo que no sabe dónde está
su casa, que ni siquiera recuerda el nombre de su esposa, y, como por
arte de magia, todo encaja.
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LOS SUEÑOS DEL OTRO
Tras más de media vida durmiendo juntos, la noche en que celebraban su
trigésimo aniversario, el vino les desató la lengua. Acabado el
intercambio de confesiones y reproches, ambos comprendieron que apenas
conocían a la persona que tenían en frente.
A esas alturas de su matrimonio, sus sueños sólo tenían una cosa en común: ninguno aparecía en los sueños del otro.
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ENSERES PLAYEROS
ENSERES PLAYEROS
Lo primero que hice cuando se me acabó el paro fue vender la cuna de
viaje, el carrito de Arturo y el sacaleches. Mi madre me aconsejó que me
lo pensase mejor e incluso se ofreció, además de a guardar todas esas
cosas en su trastero, a darme de su propio bolsillo lo que me ofrecieran
en la tienda. No, mamá, te lo agradezco, le dije con un nudo en la
garganta, pero no está en mis planes volver a quedarme embarazada.
Desde hace muchos meses, a mí ya no me queda nada que vender y es mi propia madre la que se ha ido desprendiendo de algunas pertenencias, creyendo que yo no me enteraba.
Yo, cada vez que puedo, subo a su trastero para comprobar que siguen allí la sombrilla, las toallas de playa y la nevera portátil.
Quizás sea una tontería, pero a mí me hace mucho bien saber que mi madre aún conserva la esperanza.
EL ÚLTIMO PASEO
Desde hace muchos meses, a mí ya no me queda nada que vender y es mi propia madre la que se ha ido desprendiendo de algunas pertenencias, creyendo que yo no me enteraba.
Yo, cada vez que puedo, subo a su trastero para comprobar que siguen allí la sombrilla, las toallas de playa y la nevera portátil.
Quizás sea una tontería, pero a mí me hace mucho bien saber que mi madre aún conserva la esperanza.
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EL ÚLTIMO PASEO
Le encantaba pasear conmigo, cogida de mi brazo, en completo silencio. Al principio a mí también me gustaba. No tanto como a ella, claro, pero he de reconocer que un poco sí que me gustaba. Los primeros meses, sobre todo.
Aunque si recuerdo con tanta precisión el recorrido del último paseo no se debe a que el hacerlo más despacio de lo habitual o el adentrarnos por callejuelas que no conocía, me hubiese devuelto el gusto por pasear con ella. No, nada que ver.
Si lo recuerdo con tanta nitidez como si hubiese sido ayer mismo es porque al llegar a casa y leer la nota que había en la puerta, casi me caigo muerto al descubrir que –quién sabe desde qué punto del paseo– la que iba a mi lado no era ella, sino mi suegra.
***
Nunca supe quién mató a la chica del supermercado. Papá se quedó sin trabajo y tuvimos que vender hasta los libros. Unos meses después me enteré de que la novela estaba en una de las bibliotecas municipales de mi ciudad, pero, por consideración a mi padre, decidí no reabrir el caso hasta que él recuperase su trabajo.
Ahora, mientras la tierra se traga su ataúd, sólo puedo pensar en que ya nunca sabré quién mató a la chica del supermercado.
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Aunque si recuerdo con tanta precisión el recorrido del último paseo no se debe a que el hacerlo más despacio de lo habitual o el adentrarnos por callejuelas que no conocía, me hubiese devuelto el gusto por pasear con ella. No, nada que ver.
Si lo recuerdo con tanta nitidez como si hubiese sido ayer mismo es porque al llegar a casa y leer la nota que había en la puerta, casi me caigo muerto al descubrir que –quién sabe desde qué punto del paseo– la que iba a mi lado no era ella, sino mi suegra.
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LO IMPERDONABLE
Le había perdonado todo lo perdonable y un poco más. Que no colocase los cojines como a mí me gustaba, que dejase la pasta de dientes fuera del vaso, que sorbiera la sopa. Por perdonarle, le llegué a perdonar incluso aquello tan feo que dijo de mi madre. Vamos, que le perdoné lo que no está en los escritos.
Y lo hubiese seguido haciendo, para qué engañarme. Le hubiese seguido perdonando sus tropelías, de no ser porque el pasado San Valentín, mientras cenábamos, me di cuenta de que su conversación me aburría mortalmente. Y por ahí no paso, amigas. Hay cosas que una mujer, por más comprensiva que sea, no es capaz de perdonar.
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CASO CERRADO
Nunca supe quién mató a la chica del supermercado. Papá se quedó sin trabajo y tuvimos que vender hasta los libros. Unos meses después me enteré de que la novela estaba en una de las bibliotecas municipales de mi ciudad, pero, por consideración a mi padre, decidí no reabrir el caso hasta que él recuperase su trabajo.
Ahora, mientras la tierra se traga su ataúd, sólo puedo pensar en que ya nunca sabré quién mató a la chica del supermercado.